Un mar de arena rojiza es lo que se contemplaba a través de la celosía con la que habían cubierto el gran ventanal. La luz que entraba a través de ella proyectaba ondulantes formas geométricas que se arrastraban con la cadencia de lo eterno por las paredes de la enorme habitación. Amanecía con el placer aún titilando en su piel. Abrió los ojos y por un instante se dedicó a la contemplación. El techo de la habitación era una sucesión de telas blancas que ascendían y descendían y donde por un momento, se entretuvo su imaginación creyéndose mecida por un mar de espumosas olas que acariciadoras, relajaban la tensión de los últimos meses. Las paredes, tenían la calidez del dorado y el ocre, como el sol de la mañana. El mobiliario, escaso e innecesario, era de madera tallada por manos artesanas y sobre una cómoda, un gran ramo de rosas se desperezaba a la vez que lo hacía ella. Se giró para contemplar la amplia terraza a la que se accedía por un gran arco lobulado adornado con figuras vegetales que se entrecruzaban y que acababan descansando en dos pequeñas columnas. En la terraza había una mesa redonda de hierro forjado lo suficientemente grande como para disfrutar de un exquisito desayuno que no tardaría en llegar y un par de tumbonas de blanco colchón donde abstraerse incluso, de la contemplación. Tarea difícil con el paisaje que uno tenía delante. Montañas de fina arena se ordenaban a su antojo para hacer de cada día un nuevo paisaje en el que soñar. Volvío la vista al interior. Un enorme diván, repleto de almohadones, se hallaba al lado del ventanal desde donde se podía disfrutar del nacimiento del día y de atardeceres de fuego y una gran chimenea, conformaban el rincón más maravilloso de la habitación. Allí había abandonado la noche anterior su chilaba.
Se tropezó con ella en uno de tantos zocos que salpicaban la ciudad y no lo pudo resistir. Era de una gasa suave que acariciaba su cuerpo con cada movimiento. Tenía unas aberturas a los lados, más amplias de lo que había visto en las que llevaban las mujeres de la ciudad y el escote también era más pronunciado de lo normal. Estaba adornada con dorados en las mangas, las aberturas y el escote, y no le pareció una prenda para salir tal cual a la calle pero sí con la que cubrir su desnudez en la intimidad. Así que al verla allí, sobre el diván, no solo recordó y revivió lo acontecido la noche anterior frente a la chimenea sino que sintió un deseo irrefrenable de adornarse de nuevo con ella y de esta forma abandonó el calor del lecho, no sin antes dedicar una sonrisa al sueño reconfortante de su compañero.
Fue hacia el diván y dejó que la gasa resbalara suave y tibia por su cuerpo. Se acercó a la celosía del ventanal y descubrió una de esas maravillas que esconde el mundo para evitar que sea corrompida por la mano del hombre. De repente se sintió protagonista de un cuento de Las mil y una noches. Aquello era un remanso de paz hermoso, relajante y excitante. Venus aún se dejaba contemplar en el cielo mientras que el tono anarajando que nacía en el horizonte se confundía con el de las dunas que se mecían con lentitud pasmosa, sin prisas, sin horarios. Un estremecimiento de placer recorrió su cuerpo justo a la vez que sintió como le rodeaban unos brazos. Su compañero se había deslizado silencioso y colocado detrás de ella para abrazarla. Sintió como la apretaba contra él y comprobó que estaba tan excitado como ella. Nunca podía resistirse a su contacto.
El cielo comenzó a arder ante sus ojos con el lento ascenso del sol. Allí todo era sosegado, incluso las caricias que se procuraban el uno al otro, pese a que el corazón marcara un acelerado ritmo a la respiración. Se recorrían lentamente, deteniendo el tiempo en cada palmo de piel. Sus manos se apoyaban en los muslos y la gasa de la chilaba se deslizaba acariciadora con su movimiento, una caricia que ascendía y descendía entre sus piernas y que la hacía derramarse de placer. Su mano se coló por la abertura de la gasa que había ascendido casi hasta las caderas y sintió como aprisionaba su sexo con ella y como se extendían los dedos para introducirse en su interior. Con la otra mano agarraba uno de sus pechos que parecían a punto de estallar y poco a poco la fue llevando hasta el diván donde la liberó para desprenderla de la chilaba y dejar que se tumbara. Se echó sobre ella, y el placer de sentir el calor de su cuerpo pegado al suyo aceleró sus pulsaciones. No había que correr, no había necesidad. Se habían desprendido de todo aquello que les recordara el paso del tiempo y por eso se deleitaban con el simple placer de rozarse, con el placer de descubrir la excitación en la mirada del otro. Y volvían de nuevo a recorrerse, a perderse por los rincones donde cada uno temblaba con el contacto de otra piel, de una mano, de una boca que le tragaba, de una lengua que acariciaba y humedecía aún más.
Podía todo ser un sueño, quizás ni siquiera lo hubieran soñado tan perfecto, pero no, esta vez ella abría la boca y le sentía tenso en su paladar y pasaba la lengua despacio por su glande y lo sentía palpitar entre sus manos y podía subir despacio lamiendo sus ingles e incluso podía echarse sobre él y notar su corazón latir al mismo ritmo que el suyo. Allí incluso, podía rodar y quedar bajo su cuerpo y arquearse cuando los pezones llegaban a su boca, cerrar los ojos de pura dicha cada vez que su miembro rozaba su sexo. No había prisas pero sus sexos estaban a punto de estallar y no lo demoraron más. Se hicieron uno como si estuvieran hechos para estar unidos. Su polla se adentró en ella sin ayuda y fue recibida por un gemido de placer que salió de su boca. Se movían al ritmo que lo hacían allí las cosas, acompasadamente y recreándose en ese ir y venir de dentro a fuera. Y en ese continuo retorno, sentía su polla cada vez más dura, hasta que ella perdió el control de su sexo cuando en un profundo embite empezó a contraerse y a oprimir y liberar a un miembro que a su vez, lanzaba cálidas oleadas de semen en su interior sin que ya ninguno pudiera parar la explosión que se desataba entre sus piernas. El instante en el que todos los sentidos habitan una dimensión distinta, donde por un momento se abandona lo terrenal como si fueras eyectado a la velocidad de la luz a un espacio desconocido que solo te está permitido habitar una fracción de segundo, y de donde vuelves habiendo renacido.
El amanecer ha dado paso a la mañana y el sol nos ha pintado relucientes estrellas en las paredes de la habitación al colarse por los huecos de la celosía. El mundo se ha quedado muy atrás en el recuerdo. Allí todo es serenidad y placer. Un golpe suave de nudillos anuncia nuestro desayuno...